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12/05/2018

Yorokobu [Es]: cómo abofetear a posturistas, homófobos y racistas



«Puto chino maricón, la gente por la calle me llama así», lo canta Chenta Tsai, alias Putochinomaricón, en uno de sus vídeos de Instagram. Son unos cuantos segundos que resumen el estilo de un proyecto artístico desconcertante. Tsai reproduce –con ternura de balada pop– la voz de los españolitos que lo acusan de venir a robar el trabajo y le gritan que se vuelva a su país.

Él acepta el desprecio, dice que sí, que se va, pero sugiere que cojan sus maletas y se vayan con él, y entonces dibuja un corazón en el aire juntando los dedos y dulcificando el gesto para, de pronto, sacar a cámara una lengua rápida, cáustica, punkarra. Esa es la vocación de Tsai: zarandear a la gente, contrariarla.

 

Difícil saber cómo reaccionar ante alguien que responde al nombre artístico Putochinomaricón. Chenta Tsai sigue la estrategia de apropiarse del insulto para neutralizarlo. Nos obliga a plantearnos si llamarlo de ese modo, pese a ser elección suya, resultará ofensivo o no. Hace que quedar reducidos a una etiqueta (la de racistas) no dependa de nuestra verdadera intención, sino de lo que somos: blancos, españoles.

Tsai nos mete, de golpe, en el estado de excepción en que viven quienes sufren insultos cada día por su procedencia… De repente, entendemos la verdadera carga de veneno de racismo. Y consigue todo esto a través de unas parodias surrealistas.

Chenta Tsai ha estudiado violín en el conservatorio desde niño. Ahora es un influencer en ciernes. Lleva solo un puñado de meses en el mundillo, pero sus videoclips acumulan decenas de miles de visualizaciones: Gente de mierdaTú no eres activistaTu puta vida nos da (un poco) igual No tengo wifi. Son lo que parecen, bofetones sarcásticos a una sociedad exhibicionista de la que, sin embargo, es un orgulloso integrante.

«Mi música es costumbrista porque es un reflejo de mi vida. Tengo un día a día aburrido, como el de cualquier otra persona que trabaja, limpia y ve maratones de Shin-chan cuando está con gripe y con fiebre», detalla Tsai, resfriado y bebiendo té con jengibre.

«El día a día se puede elevar a una obra de arte», explica. Su trabajo arraiga en la cotidianidad más doméstica y sosa. «Siempre compongo fregando los platos». Su intención es crear músicas cantables en cualquier momento: himnos para esos martes o miércoles que no tienen nada de particulares.

«Cuando me cabreo con la gente, canto Gente de mierda por la calle como un loco. A veces, me enfado y luego pienso, para qué voy a enfadarme, voy a cantar… Quiero que mis canciones sean prácticas porque vivimos en tiempos de mucho enfado. Por eso son pegadizas, fáciles», resume.

Para él, la música no sale del corazón, sino de los intestinos: «Escribo las canciones a través del cabreo». Descerraja frases como «que te sientes macho alfa y lo petas en el gym, que tu padre te compró el Ferrari para presumir; tu puta vida nos da un poco igual».

La chispa para este tema se le prendió mientras navegaba por Instagram: «Me pareció todo muy pretencioso, el hecho de que tengamos que exponernos como gente perfecta cuando no lo somos». El armazón musical, algo saltarín, contrasta con el contenido: «Quise usar un tono infantil, me parecía muy irónico cantar una letra agresiva y que sonara como una canción con palmadas».

La sofisticación de lo cutre

Tsai ensalza las virtudes de lo cutre. Usa en sus composiciones letras viejunas de WordArt, ventanas de versiones caducadas de Windows, colores chillones, objetos de decoración horteras… «Quería coger la idea del arraigo de lo barato con lo chino porque me parecía pseudoracista a la par que gracioso. Estaba obsesionado con los bazares y su estética, como las pegatinas cutres que venden», explica. Encuentra un universo creativamente estimulante en los almacenes chinos de Fuenlabrada. «Me gusta coger lo feo, lo kitsch, lo que molesta y dignificarlo».

 

Este músico diseña escenografías de sartenes baratas, bustos de plástico, chándales, planchas o haces de espárragos; cosas que nunca se verían en las exhibiciones fotográficas ideales y apasionadas de los usuarios de las redes. Pero él expone todo eso en la pantalla sin motivo aparente. Aparecen ahí los espárragos, la sartén o el logo de Mercadona o del Día, y se sienten como intrusos o amenazas. Tsai parece empeñarse en recordar que por muchos filtros que uses o muchas sonrisas al horizonte que publiques, tu vida de verdad, la que te define, avanza más con alpargatas que con zapatillas de marca.

En otro tema, El test de la Bravo y de la Superpop, crea un marco como de plató de teletienda montado en un trastero. La canción, llena de piruetas electrónicas de videojuego antiguo, critica cómo este tipo de revistas etiquetan la personalidad de las adolescentes. Tsai se interpreta a sí mismo vaciado y sin alma; logra representar cómo las identidades que proponen estos test resultan, al final, más propias de organismos unicelulares que de seres humanos.

Sus vídeos adoptan el lenguaje y los ritmos con que las redes sociales han ido transformando la actitud mental de los milenials. «Me encanta la rapidez, hablo en lenguaje rápido. Si antes una canción de los Beatles podía tener tres minutos y medio, ahora, para que mantengamos una atención total, tienen que ser de dos minutos. Ojalá mis conciertos fueran de 20 minutos. Me encantan los formatos cortos porque son muy straight to the point», reflexiona Tsai, que mientras habla va arremangándose o estirándose las mangas a cada tanto, y a veces se queda con un brazo desnudo y el otro abrigado.

‘Putochinomaricón’ en realidad es taiwanés

El artista nació en Taiwán. Sus padres migraron a España cuando él contaba apenas con seis meses. Hasta los cinco o seis años no se sintió distinto a los demás. Le ocurrió al mudarse desde el barrio obrero de Vallecas hacia el norte de Madrid y al entrar en el colegio.

Su familia lo protegía con celo. Él solo se relacionaba con otros asiáticos debido a una suerte de complejo de intrusos que sus padres le transmitían: «Sentían que había peligro, que si nos metíamos en el tejido urbanístico iba a haber problemas, que no nos iban a entender; mi padre me hacía ver que éramos inquilinos y estábamos, en parte, colonizando espacios que no nos pertenecían», recuerda. «La primera vez que salí con amigos fue a los 16 años».

Sus padres le enseñaron la cautela y él ha tomado ahora el camino contrario. «Al principio se creían que era striper, veían que llevaba guantes de látex en la maleta y decían, este tío adónde va; supieron que me llamaba Putochinomaricón, que salía por la noche y ganaba dinero y se esperaban cualquier cosa. Luego me vieron en los medios y asumieron que parecía ser que hacía algo útil», relata.

Y era útil porque, a su entender, faltan referentes asiáticos en la cultura española. Su deseo es ocupar ese hueco: «Solo tenemos parodias. La gente prefiere a un chino gracioso diciendo cinco estupideces en la tele a alguien que diga realidades que escuecen».

Reconoce que el racismo estructural e institucional, el de los CIE’s y las redadas, afecta menos a la población de origen asiático («soy consciente de mis privilegios y los de la población china en ese sentido»); no obstante, sí se rebela ante la ridiculización y la burla: «Me molesta cuando se nos exotiza, cuando sólo ven una imagen y nada más allá».

Ahora, comunica su homosexualidad y la defiende a través de sus canciones, pero no aceptó realmente su orientación hasta los 24 años. Una vez que lo hizo, quebró de golpe todas sus resistencias, hasta el extremo de actuar en el Orgullo madrileño impugnando la filosofía consumista y capitalista que, en su opinión, ha neutralizado esa fiesta como vehículo de protesta. «Me tiraron un móvil a la entrepierna. Me dolió pero con orgullo. Me lo merecía, por puto chino maricón. Era un smartphone: fue muy simbólico».


 


 

 

 

 

 

 

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